Arde mi interior cada vez que me miras así, tan cerca de mi cara como si fuéramos dos imanes que no pueden evitar atraerse.
Arde mi piel cada vez que la rozas como si fuera seda. Se eriza, se revuelve y marca el recorrido de las sentidas caricias.
Arden mis labios cuando los tuyos son aceite en el agua y no los rozas sino flotan, quizás buscando la forma de cómo hundirlos en los mios, y aún así siento el calor que desprenden.
Arden mis curvas, arde todo mi cuerpo desde la barbilla hasta el ombligo, después hasta mis pies enrollados... todo arde pero no se consume. Nada se carboniza excepto mi prudencia, pues nadie debe saber de nuestra hoguera... sin embargo, me enciendes siempre una vez más.
Ardemos en la oscuridad porque solo existe la luz de las chispas que desprendemos, sobrepuestas a otras exteriores que no deben percibirnos.
Sé que no se debe jugar con fuego pero,
¿y qué si me quemo?
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