Más bien anocheciendo pero aún con la justa iluminación natural como para poder distinguir siluetas sin necesidad de la artificial. El viento, del tiempo si fuera líquido, lo suficientemente poderoso como para apartarme los mechones de mi cara quemada. A mi alrededor, áreas de tierra y otras de cubiertas de hierba, que no césped (esta era silvestre, brotando donde le complacía, unas veces alta y otras escasa). También había árboles raquíticos y desnudos a pesar de ser finales de primavera o de verano; dudo entre las dos. Detrás de mí, quizás una bici oxidada, un cobertizo convertido en un baño improvisado, unas vigas de aluminio y un cerco con gallinas y sus pollitos. Un perro vagaba por ahí y algún que otro insecto trepaba por mis deportivas.
Mis primos y los primos de mis primos me buscaban en el escondite y mientras tanto yo esperaba ser descubierta lo más tarde posible para gozar un poquito más de esa sensación; miraba la línea que separaba el azulón del cielo y el verde de la llanura. Nunca veía un horizonte tan bonito como el del campo (exceptuando el de la playa).
Me puse la chaqueta que llevaba atada a la cadera como hago cuando me siento sobrecogida y apoyé el mentón sobre las rodillas, quedándome así hasta que escuchaba el cambio de turno de las chicharras con los grillos. Me gustan más estos últimos; mi padre me dijo una vez que mi abuelo le contó que ese sonido provenía de las estrellas y desde entonces me gusta creer que escucho sus cantos.
La yerba entre mis dedos haciendo trencitas con ella y la vista puesta al frente con la mente en blanco… eso era disfrutar de lo que me ofrecía la naturaleza.

Sabía que cuando me encontraran nos iríamos a cenar chuletas a la parrilla sentados en unos troncos a modo de banco, cercanos al calorcito del fuego, cuya rojiza luz nos ambientaba para contarnos historias de miedo hasta llegar a creérnoslas. Eso me encantaba. Al fin y al cabo, éramos niños y solo bastaba que imaginásemos que la piedra de mi anillo bisutero hubiera cambiado de color para poner cara de misterio y gritarnos que era mágico.
Los padres iban llegando para recogernos; nos reclamaban con el único propósito de avisarnos de que ya nos quedaba poco para aprovechar, porque en realidad comenzaban una conversación de tiempo indefinido hasta que ya no tenían nada más de que contarse e iban a buscar a los que siempre teníamos algo sobre qué fantasear, algo a lo que jugar o alguien con quien disfrutar.
Yo por entonces tenía seis años, era hija única y sabía saborear momentos tan especiales para mí como sentir el viento fresco del campo con mis primos al lado y una chuleta calentita en mi mano.
Ahora que me siento reconfortada, me voy a acostar. Mañana lo pasaré a ordenador."
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